Recuerdo, nítidos pero difusos, los inicios del verano en Madrid, cuando el colegio ya había terminado y nos ponían los pantalones cortos y las zapatillas Victoria sin calcetines. Mi abuelo León venía a buscarnos temprano a mi hermano y a mí. Pasábamos mucho tiempo con él. Cuando no estábamos de vacaciones nos recogía del colegio al mediodía, me viene a la memoria, ahora de pronto, subir a comer con la señora que cuidaba la casa y él esperando en el coche para llevarnos de nuevo. Antes no sabía porqué lo hacía, ahora lo entiendo a la perfección. Así terminaba junio y empezaba la libertad, que, según Kofi Annan es indivisible pero para mi tenía mucho que ver con sus camisas de rayas, y su bigote blanco, con meter la pelota del Madrid en una bolsa de red, el olor a césped húmedo, el verde de aquellos días y el Renault verde champán con los asientos más cómodos que jamás han existido.
Me cuesta mucho ponerle fecha a mis memorias, incluso a las más recientes. No sé por qué, es una especie de alzheimer organizativo, no sé si algo sucedió en 2017 o en 2004, será que no me he hecho muy viejo o que no he cambiado mucho. De estos flashes con mi abuelo sé que éramos pequeños, pequeños tipo a lo que Picasso se refería cuando hablaba del tiempo que le llevó volver a pintar como un niño.
Mi hermano y yo salíamos pronto de casa con el yayo y jugábamos a la pelota por las calles del barrio, con cautela y valentía, porque nos dejaba ser salvajes. Nada más llegar al parque siempre íbamos a un árbol en una pequeña pradera escondida del bullicio. Mi abuelo llamaba a ese pino: “la horquilla”; estaba detrás de la iglesia de la Consolación. Allí nos posicionábamos uno a cada lado y hacíamos pasar la pelota entre dos grandes ramas que dividían el tronco en una ‘V’. Creo que había un sistema de puntos, pero no recuerdo cómo funcionaba.
El tiempo —no sé si lo sabéis— es relativo y lo modifican la gravedad y la percepción humana. Los relojes son cárceles que inventaron banqueros y políticos para poner orden a un sistema que exigía puntualidad para detonar bombas y acudir a oficinas. Los niños no entienden de compromisos ni de responsabilidades ficticias, y tal vez por eso el tiempo para ellos pasa más despacio que para los adultos, y pasa mucho más despacio que para los ancianos. Así que, alrededor de aquellos pinos, sobre el césped mojado por los aspersores —con los que también jugábamos a saltar y esquivar—, consumiamos «horas de niño», que eran eternas y que vienen a mi cabeza como capítulos, en vez de párrafos.
Años después de aquellas mañanas, cuando bajaba o subía solo al colegio atravesando el parque de Roma —en contra de las recomendaciones de mis padres, ya que no pocas veces nos tocó correr de los gitanos del ruedo, los del “primo, ¿tienes un cigarro?” o encararnos y recibir un bofetón “por listos”—, apenado porque mi abuelo se había ido demasiado pronto, pasaba por la horquilla y me quedaba allí un rato en silencio, y luego seguía el camino hacia alguna responsabilidad ficticia.
El parque de los ciegos
La horquilla ya no está, lo comprobé la semana pasada, aunque ya lo sabía. Te cuento esto porque otro de los rituales de aquellas mañanas era recorrer el parque de los ciegos, que colinda con el lugar que antes ocupaba nuestro árbol. Detrás de la iglesia, si. Allí había plantas aromáticas y cartelitos en braille que te hablaban de ellas. Nos gustaba acercarnos tocar con los dedos los puntitos en relieve y olerlas; dejábamos nuestras cosas en los bancos de ladrillo y olfateábamos el romero y los inciensos, y nuestro abuelo nos explicaba. De hecho, recuerdo tomar conciencia por aquel entonces, de que había personas que no podían ver y, como niño, eso me impactó profundamente, me parecía terriblemente injusto. También jugábamos a la pelota, pero bueno, a la pelota jugábamos en todas partes.
Ese espacio sensorial ha sido como una trampa de conciencia, algo que prácticamente sólo existía en mi imaginación, Alicia a través del espejo. Desapareció hace más de dos décadas y se convirtió en un mito, como Tartessos. El olor es un sentido increíble, ciertamente minusvalorado, tal vez el único que moviliza los recuerdos y es capaz de conectarte con el pasado, una máquina del tiempo a la que apenas sacamos partido y que posiblemente podría tener un lugar en las ecuaciones de Einstein si le hubiese interesado más la poesía. El olfato me retrotrae a la utilidad de lo inútil, el ensayo genial de Nuccio Ordine (DEP) que habla de lo importante de reflexionar sobre el significado de lo funcional y como nos dejamos llevar por ese calvinismo horrible que ha tratado de estrangular a las emociones pasajeras en centro del viejo continente. Y es que mi vida creció alrededor de este parque. Me ha conocido en todas mis etapas. Cuando ya estábamos en la época de los pantalones anchos, los botellones y los noviazgos de juventud, pasar por allí me traía una sensación rara a la tripa, un viaje en el delorean emocional: verlo triste, decadente, descuidado. Una nostalgia positiva que te gusta pero no.
Pero la vida y la historia son ciclos, que vienen y van. El conejo blanco volvió a conducirnos al país de las maravillas hace unas semanas.
Te contaba antes que revisé hace poco si la horquilla seguía ahí y lo hacía con emoción en los ojos, con mi padres y mi hija desde aquel espacio legendario que tras años de abandono, había vuelto a llenarse de salvia, lavanda, romero, tomillo y otras tantas emisoras de sensaciones en parterres de ladrillo. Unos que siguen recordándome a los noventa, con carteles y pasamanos que guían el recorrido. Mi hija olía las flores, mi madre me hablaba del curry, y mi padre se perdió para llegar, pero lo consiguió finalmente.
Opinión unpopular sobre la accesibilidad
Acabo de terminar una formación en accesibilidad digital y, sinceramente, pocas veces un curso me ha parecido tan tedioso y carente de interés. Sin ánimo de faltar al respeto a nadie aunque a sabiendas de que esto puede herir sensibilidades, siento que el enfoque de la consultoría en accesibilidad que prolifera hoy día tiene cierto regusto moralizante, pero desde el sofá; comparto el fondo, pero no el medio. Me cuesta mucho aceptar trasfondos éticos “rancios”; me refiero a que todos sabemos que esto es un negocio, no hace falta disimularlo. Al final, todo lo que nos contaron se redujo en un porcentaje altísimo a reglas, números imposibles de recordar, tecnicismos y legislaciones grises, centradas en el trabajo del consultor más que en la persona a la que supuestamente se quiere ayudar. Por si has estado en una cueva, la presión normativa —el Acta Europea de Accesibilidad, que impulsa la famosa agenda 2030— obliga desde este año a empresas e instituciones a adaptar sus webs y servicios digitales a ciertos patrones accesibles. Y donde hay una imposición burocrática, surgen, cómo no, oportunidades para hacer dinero y medios para sortear dichas reglas. Y “planes estratégicos”, “auditorías periódicas” y “posicionamientos inclusivos”. Esto es un poco como el kit digital de los famosos fondos Next Generation: una buena intención alejada de la realidad y que no ha cumplido su objetivo ni de lejos. Mucho ruido y pocas nueces. Mi impresión con todo esto es que, lejos de construir una Europa más accesible digitalmente, se ha creado un negocio de dudoso interés, una fiebre de consultores y formadores que se lanzan sobre las empresas desde el miedo a la represalia, predicando unos valores que a muchos se la traen al pairo. Y es que, seamos honestos, al final todo se reduce a excels, listas de verificación con criterios ambiguos y empresas que buscan evitar sanciones invirtiendo lo mínimo, un teatrillo perverso que se olvida de poner el foco donde debería estar: en las personas. Una casilla a marcar en vez de un compromiso sincero; nadie busca ni pretende transformar la experiencia digital o el proceso de diseño hacia prácticas que garanticen la inclusión real. Una versión del ser humano que detesto: la que solo se mueve por dinero y miedo al castigo.
Desde que empecé en esto del diseño he intentado comunicar y tratar con mucho respeto la accesibilidad, principalmente diseñando y, en la medida de mis posibilidades, fomentando la empatía y el derecho a cierta justicia social. Sin embargo, este último año he acabado detestando una causa tan noble como ayudar a quien lo necesita de verdad. Seamos honestos, por favor: nadie repara en las barreras hasta que le toca enfrentarlas en primera persona. Cuando te toca ir en silla de ruedas o cuando paseas un carrito de bebé, empiezas a darte cuenta de las aceras que tenemos en algunos barrios. ¿Cómo vamos a imponer soluciones si no entendemos el problema? ¿Cómo vamos a formar a alguien en accesibilidad sin vivir, en cierta medida, el drama al que se enfrentan tantísimas personas? Siento ser injusto en esta reflexión, porque lo estoy siendo, y sé que hay grandes profesionales que llevan muchos años peleando y logrando grandes hitos por una sociedad más integradora; me consta porque me fijo en los esfuerzos que se están haciendo en muchos sectores y admiro la labor de muchas compañías que han abrazado estas medidas. Pero es que en los productos basados en software siempre hemos sido unos chapuceros y lo seguimos siendo. Por eso me entristece ver cómo se apropian de esta labor tan ardua y desagradecida mercenarios que en su vida se han preocupado ni por sujetar la puerta del ascensor a su vecina de arriba. Si algo no soporto es la hipocresía.
Por eso, ahora que está abierto de nuevo, os recomiendo visitar el parque de los ciegos. Porque, al menos, no trata de normativas absurdas, sino de sentido común: de crear espacios para disfrutar, aprender y orientarse de forma autónoma. Una accesibilidad auténtica, que enriquece y beneficia a todos. Porque esto no va solo de pasar una auditoría o instalar un plugin; va de escuchar e interesarse por las personas. Aprovechemos esta oportunidad para construir algo mejor; no os dejéis llevar por as hojas de cálculo. El debate está en la mesa, y eso es bueno: está provocando cambios y eso es bueno, hay más conciencia, es genial. Pero chicos, chicas, de verdad, mirad a vuestro alrededor, lo que se está consiguiendo es que las empresas, y las personas que las componen, acaben sintiendo un rechazo por todo esto, como es lógico. La imposición, suele fracasar como motor de cambio real a largo plazo porque genera resistencias, frustración y falta de compromiso, porque se acaba convirtiendo en un ‘marrón’ más en la lista de tareas de alguien, sin un propósito ni un convencimiento. A pesar de todo lo que he dicho, la culpa no es de los consultores; sería como criticar a los técnicos de la ITV, la culpa es del sistema, yo entiendo que a veces esta es la única manera de que alguien se ponga las pilas y creo que tiene que haber unos mínimos que se deben cumplir, pero no es hasta que las personas comprenden y comparten el objetivo, que los cambios se hacen visibles.
Necesitaba expresar esto, aunque pueda doler a alguien, siendo un tema del que soy consciente que toca muchas sensibilidades. Si es la tuya y has llegado hasta aquí, no es algo personal. Mi yayo nos hizo peleones y combativos. Y si estás en contra, sería muy sano. No quedará sino batirnos. Todo esto siempre fue sobre las flores.
Todos podemos aportar recuerdos sobre nuestros seres queridos, y les agrandarán, porque cada uno hemos vivido situaciones diferentes
Vaya shock, tío. Unos párrafos super emotivos o poéticos al inicio que llegan a algo tan prosaico como la normativa.
Al turrón: hace ya unos años, para un fabricante de trenes, me toco hacer antropología acompañando por el transporte público a personas con necesidades especiales. Y lo digo así, porque había tipologías diferentes: desde personas con baja visión, a mayores con movilidad reducida, a usuarios que llevaban "bultos especiales" (bicicletas, maletones, carritos...) y fue una bajada a tierra, porque descubres un montón de barreras que no estaban en ningún lugar de tu radar. Por ejemplo, ¿cómo sabe una persona invidente dónde está la puerta del vagón del Metro?
Es cierto que no se nos abren los ojos hasta que tales barreras no nos dan en la cara, pero para mí la cuestión es otra: ¿qué pasa cuando te golpean?, ¿tu sensibilidad desaparece cuando, por ejemplo, tu bebé deja de usar carrito o ya la conservas para siempre?